La distancia le enseñó a romper el tiempo en dos. Para poder sobrellevar la ausencia.
Al quebrarlo, un pedazo seguía su avance sin tregua al compás del segundero. Y en su fluir, arrastraba esa faceta de sí mismo que vivía sin ella.
Pero un trozo de tiempo se detenía siempre en cada adiós que les separaba. Y la parte de él que sólo podía existir a su lado también se quedaba quieta. Atrás. Anclada en el momento en que sus ojos eran mirada y sus manos tacto.
La distancia le enseñó a partir el tiempo. Y al hacerlo, él mismo se rompía en dos. Sólo así ese espacio lleno de ellos nunca se convertía en pasado. Era presente inmóvil. Tiempo en espera.©