La luz era blanca. Y cegaba la visión. No había ni un resquicio de sombra donde poner a refugio la mirada. Sólo cabía entrecerrar los ojos, intuir los contornos. Oler el viento.
Pero el viento era negro. Y cegaba su piel como una gasa de alquitrán. No había ni un resquicio de suavidad donde ponerse a refugio del desamparo. Sólo cabía apretar los dientes, intuir dónde encontrar la quimera de un cobijo. Y oler la soledad. ©